El día que me iban a inducir el parto, nos levantamos y nos encomendamos a Dios, nos preparamos, llevamos a Juan José a la guardería y fuimos al hospital. El médico me había mandado a tomar una pastilla que facilitaría las cosas y yo seguí las instrucciones al pie de la letra.
Nos instalamos en la habitación a ver el partido Polonia - Senegal, intercambiando comentarios respecto al fracaso de la "polla mundialista" y pidiendo a mi mami que traiga algo de comida de contrabando. Con el pasar del tiempo, empezaron las molestias y las contracciones pero como no era mi primer bebé, pensé que esto sería más fácil y menos doloroso. (Spoiler alert: No lo fue!)
A medio día, empecé a darme de botes en la habitación porque el dolor se volvió más intenso. Recordé todos esos videos de mujeres que empiezan a bailar mientras están en labor de parto pero yo no podía ni levantarme, así que las odié. Pasada la 1 de la tarde sentí que me llevaba la huesuda! Los doctores aseguraban que todavía no era tiempo y que deberíamos esperar unas horas. (Spoiler alert: Ya era tiempo!)
La cosa es que me iban a hacer el favor de ponerme la anestesia para quitarme el sufrimiento pero María Emilia tenía otros planes y decidió empezar su nacimiento en el ascensor, por ahí entre el segundo piso y la planta baja. Al darse cuenta de eso, se desató el caos: el conductor de la camilla iba atropellando a cuanta persona se le cruzaba para poder llegar a la sala de partos, los médicos gritaban y el papá que corría detrás casi se atrasa al alumbramiento porque tenía que cambiarse de ropa.
Desde mi perspectiva (acostada en la camilla) todo era una locura: los gritos, las bruscas maniobras del camillero, la furia desatada de mi esposo, la ausencia de mi médico de cabecera y yo tratando de contener a María Emilia para que no nazca en frente de todo el mundo.Afortunadamente, la contuve lo necesario para que su papá pueda verla nacer y tomarla en brazos para amarla toda la vida. Desde ese día de junio nuestra familia, al fin, estuvo completa.


