Quito se ha convertido en una ciudad intransitable por la mala condición de las calles, veredas, avenidas, puentes, parques, entre otros, pero también porque es muy insegura para conductores, peatones y cualquier ser humano. Les voy a contar una historia que ocurrió hace ya algún tiempo pero como hoy tuve un buen susto al salir de la escuelita, decidí contársela.
Como antecedente, yo tenía una pequeña carcachita como celular, pero mi novio decidió deshacerse de ella porque ya no recibía mensajes, no se escuchaban las llamadas y se apagaba sin motivo aparente. Digo sin motivo aparente porque no creo necesario considerar las veces que se estrelló contra el planeta. En todo caso, es así como Pedrito, mi nuevo celular, apareció en escena y desde un principio le cogí mucho cariño.
Tres días más tarde, era una mañana soleada de octubre cuando, a causa del Pico y Placa (un proyecto de la alcaldía de Quito que no ha hecho más que causar dolores de cabeza) tuve que caminar hasta mi escuelita fiscal, nocturna y rural. Lastimosamente, yo no tenía las llaves de la puerta de entrada y me quedé esperando afuera. Precisamente los días que me movilizaba a pie no solía llevar documentos ni dinero en efectivo, apenas tenía unos centavos que empleé en comprarme una empanada de queso.
Esperando que llegue la persona encargada de las llaves, saqué el celular en plena calle – sé que fue muy imprudente de mi parte – e intenté contactarme con alguien para tener una noción de cuánto tendría que esperar (Próximamente haré un post sobre la impuntualidad o lo que tanto se conoce como la “Hora Ecuatoriana”). En ese preciso momento, alguien se paró detrás de mí y me dijo: “Mira que yo no soy ladrón, soy asesino y te voy a matar si no me das el celular”, no solo sus palabras sino toda su presencia me dejaron absolutamente pasmada. Recuerdo como un sueño, haber guardado el teléfono en el bolsillo y haber empezado a llorar sin poder siquiera articular palabra.
Lo simpático de esta historia (Obviamente, ya han pasado varios meses y por eso ahora me parece simpático), es que entré en tal estado de pánico, que el joven en cuestión se arrodilló, me pidió disculpas y me dijo que si le daba dinero se iría sin hacerme daño lo cual me pareció muy considerado de su parte. Por un instante, pensé en brindarle mi empanada, pero quizá ya habría desayunado y podía molestarse pero era lo único que tenía para ofrecerle.
Un taxista pasaba por la esquina de los choques y decidió apoyarme junto con otro conductor que también se bajó de su vehículo y ambos enfrentaron al señor don ladrón. Esta es una de las pocas veces en que la historia tiene un final feliz y que la persona afectada puede contarla, pero eso gracias a que la gente me dio una mano porque basta que alguien tome la iniciativa para que decenas de curiosos lleguen a hacer bochinche. Es verdad que el problema de la ciudad es la inseguridad latente pero más aún que ya a nadie le importa lo que pasa a su alrededor, nos hacemos de la vista gorda ante el sufrimiento ajeno pero salimos de casa haciendo la señal de la cruz y esperando que ese día, no nos toque.
Como antecedente, yo tenía una pequeña carcachita como celular, pero mi novio decidió deshacerse de ella porque ya no recibía mensajes, no se escuchaban las llamadas y se apagaba sin motivo aparente. Digo sin motivo aparente porque no creo necesario considerar las veces que se estrelló contra el planeta. En todo caso, es así como Pedrito, mi nuevo celular, apareció en escena y desde un principio le cogí mucho cariño.
Tres días más tarde, era una mañana soleada de octubre cuando, a causa del Pico y Placa (un proyecto de la alcaldía de Quito que no ha hecho más que causar dolores de cabeza) tuve que caminar hasta mi escuelita fiscal, nocturna y rural. Lastimosamente, yo no tenía las llaves de la puerta de entrada y me quedé esperando afuera. Precisamente los días que me movilizaba a pie no solía llevar documentos ni dinero en efectivo, apenas tenía unos centavos que empleé en comprarme una empanada de queso.
Esperando que llegue la persona encargada de las llaves, saqué el celular en plena calle – sé que fue muy imprudente de mi parte – e intenté contactarme con alguien para tener una noción de cuánto tendría que esperar (Próximamente haré un post sobre la impuntualidad o lo que tanto se conoce como la “Hora Ecuatoriana”). En ese preciso momento, alguien se paró detrás de mí y me dijo: “Mira que yo no soy ladrón, soy asesino y te voy a matar si no me das el celular”, no solo sus palabras sino toda su presencia me dejaron absolutamente pasmada. Recuerdo como un sueño, haber guardado el teléfono en el bolsillo y haber empezado a llorar sin poder siquiera articular palabra.
Lo simpático de esta historia (Obviamente, ya han pasado varios meses y por eso ahora me parece simpático), es que entré en tal estado de pánico, que el joven en cuestión se arrodilló, me pidió disculpas y me dijo que si le daba dinero se iría sin hacerme daño lo cual me pareció muy considerado de su parte. Por un instante, pensé en brindarle mi empanada, pero quizá ya habría desayunado y podía molestarse pero era lo único que tenía para ofrecerle.
Un taxista pasaba por la esquina de los choques y decidió apoyarme junto con otro conductor que también se bajó de su vehículo y ambos enfrentaron al señor don ladrón. Esta es una de las pocas veces en que la historia tiene un final feliz y que la persona afectada puede contarla, pero eso gracias a que la gente me dio una mano porque basta que alguien tome la iniciativa para que decenas de curiosos lleguen a hacer bochinche. Es verdad que el problema de la ciudad es la inseguridad latente pero más aún que ya a nadie le importa lo que pasa a su alrededor, nos hacemos de la vista gorda ante el sufrimiento ajeno pero salimos de casa haciendo la señal de la cruz y esperando que ese día, no nos toque.